De dones y látigos (y III)
(Parte I) (Parte II)
¿Quién creerá que exista la misteriosa moira que, moviendo sus hilos, se encargue de convertir en hechos los fugaces pensamientos negativos que, por debilidad, nuestros felices prójimos nos inspiran? Qué absurda superstición pensar en una mano mágica que agite el supuesto látigo que lleva aparejada la felicidad...La proposición, así expresada, me parece también a mí un sinsentido. Y sin embargo, en mi fuero interno, no sé por qué, parecen encajar las mismas piezas si vistas desde otro ángulo. Me parece casi hasta lógico que el simple hecho de que exista un deseo de que algo no se produzca, de que vaya mal, de que se tuerza, lo hace más probable. Al fin y al cabo, cambiando el objeto de deseo, ¿no parece sensato afirmar que la fuerza de los deseos de la gente hace también que ocurran los grandes bienes, y que cuanto más se desean y por más gente más probable es que, por unas cosas o por otras, se hagan realidad? Concededme al menos mi tesis en su mínima expresión: no hace ningún bien (sino, añadiría, más bien algún mal) a uno que le deseen mal, sea cual sea el grado de intensidad y realización de ese deseo avieso.
¿Será pues ése el látigo de la persona feliz? ¿Lo es sólo si se asume la inocencia del que mal desea, disculpándole su envidia o, si ni siquiera es el caso, su desliz? ¿Lo es sólo si, además, se asume una cierta culpabilidad del feliz en el desliz dicho? No lo creo. Haría falta enfangarse en discusiones éticas que se me escapan para repartir con el mejor criterio la culpa entre el feliz y el del deseo, pero creo que esa cuestión no importa; al fin y al cabo, si es cierto que el mal deseo al mal llama, no es justicia sino propio interés lo que moverá al feliz a hacer lo que en su mano esté para, de la manera que sea, evitar las ocasiones en que sus prójimos puedan caer en un semejante desliz.
Cada minuto porfiando por agrandar mi felicidad, cada segundo trabajando por su social aceptación. He ahí el supremo látigo, aquél al que todos aspiramos...